Era el
último sábado de febrero, la segunda luna llena del dos mil trece y habían
pasado tres meses desde que me convertí en
un periodista desempleado. Hice
el viaje de mi vida, porque me cambió la existencia y perdí todo.
Estaba dentro
de una imprenta por primera vez y era el vigilante nocturno de los fines de
semana. Aún lo soy. Las máquinas donde se imprimía La Brújula, revista donde
laboré, son confidente y compañía en noches de permanente alerta.
De las
jornadas nocturnas remarco el paraíso en que el oficio de vigilante se
convierte para un lector con insomnio y engañado por cualquier ruido. El gozo
de tener una montaña de libros a medio hacer, completos, en los rodos de “las
naves”, con olor a tinta reciente y a la mano, aún no encuentra comparación.
Está de
más hablar como testigo de la metamorfosis de una revista literaria, un informe
sobre violencia contra la mujer o el libro de Ernest Hemingway “El viejo y el
mar”. No quería dormir la verdad.
Desde
la primera noche dispuse muchas energías para explorar cada rincón de la
imprenta a la que llegué tantas veces por asuntos de redactor o corrección,
pero sin la curiosidad de ver las máquinas donde se tiraron no sé cuántos
reportajes, ganadores de muchos lectores y premios.
Aunque
no iguala la satisfacción del reporteo, tomar esta opción no dista mucho de ser
una de las experiencias de más valor en veintiséis años de existencia ¿Por qué?
Porque me motivó a escribir estos seis párrafos y los que siguen.
¿Cómo llegué?
Luego
de tocar fondo uno es capaz de cualquier cosa. Puedo rescatar entre las tantas
cometidas la ocasión cuando me detuve en una vitrina y leí títulos de libros de
autoayuda. Pasado diez minutos y cuarenta y cinco segundos, me detuve ¿Qué te
pasa Cristhian?
Cuando
la escena ocurrió había marcado con un check
cada medio de comunicación en lista. No sólo por haberlos visitado, también
tenía una respuesta negativa. El mundo conocido por un periodista acostumbrado
a estar en ningún lugar terminaba. Por ahora.
Inicié
entonces a disfrutar cada ironía.
Ante la
necesidad de permanecer en Managua, porque soy migrante doméstico, debí aceptar
que hacer crónicas sería por tiempo indefinido el plan B. Entendía por qué el
Gabo permaneció en París por mucho en tareas periodísticas y con el dinero para
comer, moverse, escribir y reportear, nada más. Disfrutaba saberlo.
Recibí
la propuesta menos pensada, esa que me sacaría del pantano.
Don Melvin Wallace,
un señor con sangra altruista, idealista y ganas incansables de decirte lee
toda tu vida, me propuso ayuda. Además de darme libros inició un monitoréo de amistades con medios o empresas donde podría laborar.
Luego
de una charla con emociones, risas, recuerdos, propuestas, debates me propuso
una tarea para conseguir dinero. Era esa o retirarme a un lugar donde no
volveré porque sería renunciar a todo: Ciudad Darío. Un lugar donde nadie mide
la magnitud de vivir en el pueblo donde nació el poeta. La vida inicia y
termina con las cervezas y los fines de semana.
Estoy
en esas labores, veo cada noche las maniobras de Juan, “el Chiqui”, Héctor y
sus ayudantes cuando cambian, limpian, y amarran las láminas metálicas donde
están estampadas las letras e imágenes de libros de español de Roger Matus Lazo y
de “La Metamorfosis.”Luego se imprimen en el papel.
Son los
amos de las naves, máquinas con apariencias centenarias, como traídas por una
máquina del tiempo desde la Revolución Industrial para reproducir el
conocimiento que tanto necesitan nuestros bachilleres, quienes no aprueban los
exámenes de admisión.
¿Qué libros?
Como
los ejemplares que debí vender en el Instituto Ramírez Goyena para la clase de
español en el bachillerato técnico de los sábados y domingos. Fue un éxito
inmejorable la venta de setenta y cinco novelas, para alguien con poca
experiencia en ofrecer productos. Un extra además en la labor asignada.
Los
alumnos de estas clases son un batido de actitudes, muecas, estilos y edades.
No puedo dejar fuera el momento cuando una señora con al menos setenta años se
acercó a comprarme la novela del curso. Sentí escalofríos. El coche del niño frente a la joven madre que
escribía las primeras instrucciones de la maestra terminó la escena.
Muchas
personas creen aún en la educación y ven ésta el camino para ser mejores. No lo
dudo. Probablemente sean estas alumnas o alumnos quienes valoren el trabajo
hecho en las imprentas.
Cada
reproducción se acompaña de olores particulares, adornados con fragancias
combustibles hechas de gas y gasolina. La grasa en el suelo, en las palancas,
poleas, cadenas no manchan el papel, sí las manos de sus capataces o las
destruye en años.
Es un
oficio aprendido empíricamente por cada uno de estos señores. Todos aseguran
que el secreto es saber manejar las naves. La visión de Juan por ejemplo tiene
grabada la calidad del color porque cada impresión requiere un vistazo y luego
ajustes similares a los de un mecánico a medio chequeo de un motor dañado.
Los
peligros no son ajenos al oficio de reproducir conocimiento. La rapidez con que
le papel es ingresado y arrojado comprende un proceso de succión llevado a cabo
por rodos y cadenas. Un descuido y el rojo será el color con fuerza en la
siguiente impresión.
No es
trágico estar sin empleo y ser periodista. Y no es que quiera seguir así. Es
placentero ser testigo de esa labor. Tampoco es atraso no conseguir un puesto,
es incomparable vivir experiencias que motiven escribir esto.
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