Así disfruto el desempleo

sábado, 9 de marzo de 2013



Era el último sábado de febrero, la segunda luna llena del dos mil trece y habían pasado tres meses desde que me convertí en  un periodista desempleado.  Hice el viaje de mi vida, porque me cambió la existencia y perdí todo.

Estaba dentro de una imprenta por primera vez y era el vigilante nocturno de los fines de semana. Aún lo soy. Las máquinas donde se imprimía La Brújula, revista donde laboré, son confidente y compañía en noches de permanente alerta.

De las jornadas nocturnas remarco el paraíso en que el oficio de vigilante se convierte para un lector con insomnio y engañado por cualquier ruido. El gozo de tener una montaña de libros a medio hacer, completos, en los rodos de “las naves”, con olor a tinta reciente y a la mano, aún no encuentra comparación.

Está de más hablar como testigo de la metamorfosis de una revista literaria, un informe sobre violencia contra la mujer o el libro de Ernest Hemingway “El viejo y el mar”. No quería dormir la verdad.

Desde la primera noche dispuse muchas energías para explorar cada rincón de la imprenta a la que llegué tantas veces por asuntos de redactor o corrección, pero sin la curiosidad de ver las máquinas donde se tiraron no sé cuántos reportajes, ganadores de muchos lectores y premios.



Aunque no iguala la satisfacción del reporteo, tomar esta opción no dista mucho de ser una de las experiencias de más valor en veintiséis años de existencia ¿Por qué? Porque me motivó a escribir estos seis párrafos y los que siguen.

¿Cómo llegué?

Luego de tocar fondo uno es capaz de cualquier cosa. Puedo rescatar entre las tantas cometidas la ocasión cuando me detuve en una vitrina y leí títulos de libros de autoayuda. Pasado diez minutos y cuarenta y cinco segundos, me detuve ¿Qué te pasa Cristhian?

Cuando la escena ocurrió había marcado con un check cada medio de comunicación en lista. No sólo por haberlos visitado, también tenía una respuesta negativa. El mundo conocido por un periodista acostumbrado a estar en ningún lugar terminaba. Por ahora.

Inicié entonces a disfrutar cada ironía.

Ante la necesidad de permanecer en Managua, porque soy migrante doméstico, debí aceptar que hacer crónicas sería por tiempo indefinido el plan B. Entendía por qué el Gabo permaneció en París por mucho en tareas periodísticas y con el dinero para comer, moverse, escribir y reportear, nada más. Disfrutaba saberlo.
Recibí la propuesta menos pensada, esa que me sacaría del pantano. 

Don Melvin Wallace, un señor con sangra altruista, idealista y ganas incansables de decirte lee toda tu vida, me propuso ayuda. Además de darme libros inició un monitoréo de amistades con medios o empresas donde podría laborar.

Luego de una charla con emociones, risas, recuerdos, propuestas, debates me propuso una tarea para conseguir dinero. Era esa o retirarme a un lugar donde no volveré porque sería renunciar a todo: Ciudad Darío. Un lugar donde nadie mide la magnitud de vivir en el pueblo donde nació el poeta. La vida inicia y termina con las cervezas y los fines de semana.

Estoy en esas labores, veo cada noche las maniobras de Juan, “el Chiqui”, Héctor y sus ayudantes cuando cambian, limpian, y amarran las láminas metálicas donde están estampadas las letras e imágenes de libros de español de Roger Matus Lazo y de “La Metamorfosis.”Luego se imprimen en el papel.



Son los amos de las naves, máquinas con apariencias centenarias, como traídas por una máquina del tiempo desde la Revolución Industrial para reproducir el conocimiento que tanto necesitan nuestros bachilleres, quienes no aprueban los exámenes de admisión.

¿Qué libros?

Como los ejemplares que debí vender en el Instituto Ramírez Goyena para la clase de español en el bachillerato técnico de los sábados y domingos. Fue un éxito inmejorable la venta de setenta y cinco novelas, para alguien con poca experiencia en ofrecer productos. Un extra además en la labor asignada.
Los alumnos de estas clases son un batido de actitudes, muecas, estilos y edades. 

No puedo dejar fuera el momento cuando una señora con al menos setenta años se acercó a comprarme la novela del curso. Sentí escalofríos.  El coche del niño frente a la joven madre que escribía las primeras instrucciones de la maestra terminó la escena.

Muchas personas creen aún en la educación y ven ésta el camino para ser mejores. No lo dudo. Probablemente sean estas alumnas o alumnos quienes valoren el trabajo hecho en las imprentas.

Cada reproducción se acompaña de olores particulares, adornados con fragancias combustibles hechas de gas y gasolina. La grasa en el suelo, en las palancas, poleas, cadenas no manchan el papel, sí las manos de sus capataces o las destruye en años.

Es un oficio aprendido empíricamente por cada uno de estos señores. Todos aseguran que el secreto es saber manejar las naves. La visión de Juan por ejemplo tiene grabada la calidad del color porque cada impresión requiere un vistazo y luego ajustes similares a los de un mecánico a medio chequeo de un motor dañado.



Los peligros no son ajenos al oficio de reproducir conocimiento. La rapidez con que le papel es ingresado y arrojado comprende un proceso de succión llevado a cabo por rodos y cadenas. Un descuido y el rojo será el color con fuerza en la siguiente impresión.

No es trágico estar sin empleo y ser periodista. Y no es que quiera seguir así. Es placentero ser testigo de esa labor. Tampoco es atraso no conseguir un puesto, es incomparable vivir experiencias que motiven escribir esto.


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