El suicidio de un lápiz

miércoles, 4 de noviembre de 2015

El amanecer era color naranja aquel verano en Darío. Aunque en el resto del día se respiraba aire seco, en las madrugadas una frescura húmeda siempre surgía junto a olores de hiervas tropicales, el eco de un gallo al cantar,el grito de los loros en pandilla, los pasos de los mercaderes y la última ronda de la lechuza.

A esta escena dirigida, escrita y realizada por la naturaleza, el joven Amir le agregaba una ceremonia, la cual definía como todo un acontecimiento.

Aprendida esta actividad en la enseñanza de una familia sumergida en una especie propia de moral, fe acomodada y una hipocresía no fatal hasta entonces, era también una herencia dejada por el patriarca Don Cirilo y consistía en un saludo a su viuda, quien se encargó de todos y todas tras su partida.

Amir abría los ojos, tanteaba el día con los pies al suelo y lo siguiente era siempre saludar. Por muchos años, en aquella casa o lejos de ella. Hasta aquella noche, la que no concluyó con el amanecer de este escrito.

Cada aurora en Darío permitía un recuento y valoración de los sueños concluidos, confusos o interrumpidos. Al terminar cada sesión, Amir suspiraba y buscaba la ceguera hermosa que provoca el sol recién salido. Sentía, hasta ese momento, por algún motivo no anatómico, la sangre entrar a su cuerpo.

Una vez encontrada la razón por la cual contaba con otro día de vida, sacaba su agenda imaginaria y con su índice derecho, dirigido hacia varios puntos a la vez, enumeraba la actividad con hora asignada y respectivos imprevistos del día. Era fin de semana, un día libre.

Amir es obrero en una fábrica donde se le encomendó una producción con calidad. Tiene a su cargo un cocktail de trabajadores confesos escuchas, respetuosos de tiempo completo, preguntones porque ni modo y sinceros al dejar en claro la no disposición al compromiso. Auto nombrados subalternos de tránsito.

Amir decidió escribir sobre el placer que le produce su adicción al trabajo. No puede vivir sin el verbo madrugar y junto a estos vicios dejaría plasmado la extraña sensación de impulso, provocada por un grupo de personas abandonadas por las ganas de aprender y convertidos en su principal razón para enseñar.

¡Qué adicción a escribir! Son las ocho de la mañana. Lleva dos horas de redacción mental. Es sábado. De pronto se ve sin ideas, sin ganas de sostener más el lápiz que recién tomó. Ha llegado a una conclusión como la de la bruja frente al espejo, espantosa.

Es una persona de pocos temores, pero Amir acaba de descubrir lo único en la Tierra con capacidad de espantarlo: no poder escribir. Regresa a la cama. Aborta el baño programado para dentro de una hora. Ahora ve el techo y simplemente no quiere vivir más. No se anima a ejecutar su deseo.

Muchos lo ven y creen que descansa. Las horas avanzan. Con el ocaso, el cual imagina, le pide a su mente no seguir más. Ella accede, todo se detiene. Llora mientras abandona el cuerpo delgado habitado por veintiocho años y sus lágrimas salen por no haber escrito su muerte.

Es de noche. Aquella noche. La mente muere como un lápiz, de pronto y de vez en cuando. Cuando ocurre todo termina.


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