Conocí a Jessica en dos mil siete cuando mi vida empezó a cambiar. Fueron efímeras las ocasiones en que pasé la vista por algún texto suyo en la universidad. Hoy, cuando decidió compartir una de sus recientes creaciones al menos me demostró lo no superficial de sus ser, nada convencional con sus ideas.
Este texto evoca una canción. De una italiana. Cada letra, como el final, es una trivia a la cual les invito y sin duda la disfrutarán.
Por Jessica Solís
Eran
esos días grises y fríos cuando se anuncia la llegada del invierno en Toronto,
Stella se levantó de su escritorio y observó, desde la ventana de su oficina en
el quinto piso, el panorama de la ciudad agitada. Esa vista durante los últimos
cuatro años se convirtió en parte de su rutina. Tomó un sorbo de café, acomodó
su traje y caminó hacia la puerta, la aseguró y comenzó a empacar. Con el
inicio del invierno llegaban también sus vacaciones en Aruba, en la casa de
playa que sus padres le obsequiaron el día de su graduación antes que se
marcharan a Italia.
Poco
a poco acomoda en algunas cajas los artículos de su oficina: retratos,
informes, papeles, relojes, adornos, todo quedaba debidamente guardado y sellado,
tal como si no hubiese regreso. Luego de dos horas de encierro, observó a su alrededor,
su oficina estaba vacía y decidió echarle un último vistazo a lo que fue su
hogar por cuatro años.
Entre las cajas simulando un descuido, dejó la nota en
sobre cerrado, tomó su maletín. Al salir se despidió efusivamente de algunos
compañeros de los que ni siquiera conocía el nombre. Extrañados la observaron
por unos minutos mientras se marchaba.
Stella
avanzaba pensando en sus casi 28 años. Sin verdaderos amigos quizá por su falta
de expresividad. Su altura quizá intimidaba a los hombres. Acomodó el cabello
oscuro que acariciaba suavemente sus hombros. “Estoy harta de esta soledad. A
nadie le importo”, se dijo.
Esa
noche, al llegar a su apartamento, la recibieron los mismos de siempre: Leo y Zeus,
sus dos labradores negros. Ahí también la esperaba la soledad, para sentarse
junto a ella en el sofá y culparla por la vida que llevaba. No había risas en
su hogar, ni besos ni caricias, tampoco recuerdos ni noches de canto, pero
sabía que en Aruba se resolvería todo.
Dos
días más tarde se encontró, de noche, viendo el techo de su habitación en la
casa de playa, la brisa del mar entraba cálidamente por su ventana. Inmediatamente
los recuerdos inundaron su mente. Su infancia, sus años en el internado, sus
aventuras en la preparatoria, sus inicios en la universidad y el día que conoció
aquellos ojos negros, esa piel color marfil y aquellos aires de trovador.
La
boina desordenando aquella melena color miel… y una guitarra abrazando la
espalda de Marcos. Todo lo demás, las salidas al café, los paseos por los
jardines, los versos dedicados y sobre todo los besos robados había sido tan
poco y tanto al mismo tiempo. Un verano a su lado y así como llegó también se
marchó, dejó una nota de despedida y se llevó todo, incluso las sonrisas, los
sueños y la chispa de Stella. Desde entonces le parecía que todo lo que
emprendía carecía de sentido.
Regresando
en sí, se puso en pie en la habitación y caminó pausadamente hasta el balcón de
la habitación, donde cada verano había observado el ocaso. Amaba ver el
horizonte. Esta noche no fijó su vista en el cielo estrellado, ni prestó
atención a la luna, clavó su mirada en el despeñadero, viendo cómo las olas
rompían con fuerza entre las rocas. Siempre había sido cuidadosa al acercarse
al balcón, pero esta vez recogió su camisón blanco, se sujetó de la pared y
puso sus pies en el borde, cerró sus ojos, titubeó y tuvo miedo.
Sorprendida
miró nuevamente lo que sería su tumba, tenía que saltar, su vida acabaría ese
día, ese era plan, pero ¿por qué su cuerpo no obedecía? Necesitaba la
complicidad de la oscuridad para poder ejecutarlo. Entonces la blanca luz de la
luna de pronto se transformó en una enorme linterna con la que alguien, un
desconocido, la vigilaba desde alguna y de todas partes. Lo que estaba a punto
de hacer estaba siendo vigilado.
Esa
invasión a su privacidad le encendió una llamita. Avanzó algo, estiró el pie y
sintió las rocas. Pero poco a poco las ganas de vivir se apoderaron de ella, le
vinieron nuevamente los deseos de ver más atardeceres, de sentir la arena entre
sus pies, de jugar con el viento, de visitar a sus padres y sobre todo, volver
para desempacar las cajas de su oficina, luego, sentir el frío de Toronto y por
último, romper la carta que hace dos días había dejado en un sobre sellado.
Pero las rocas empezaron a desmoronarse entre las blancas plantas de sus pies.
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