El regreso

lunes, 15 de abril de 2013


Conocí a Jessica en dos mil siete cuando mi vida empezó a cambiar. Fueron efímeras las ocasiones en que pasé la vista por algún texto suyo en la universidad. Hoy, cuando decidió compartir una de sus recientes creaciones al menos me demostró lo no superficial de sus ser, nada convencional con sus ideas.

Este texto evoca una canción. De una italiana. Cada letra, como el final, es una trivia a la cual les invito y sin duda la disfrutarán.


Por Jessica Solís



Eran esos días grises y fríos cuando se anuncia la llegada del invierno en Toronto, Stella se levantó de su escritorio y observó, desde la ventana de su oficina en el quinto piso, el panorama de la ciudad agitada. Esa vista durante los últimos cuatro años se convirtió en parte de su rutina. Tomó un sorbo de café, acomodó su traje y caminó hacia la puerta, la aseguró y comenzó a empacar. Con el inicio del invierno llegaban también sus vacaciones en Aruba, en la casa de playa que sus padres le obsequiaron el día de su graduación antes que se marcharan a Italia.

Poco a poco acomoda en algunas cajas los artículos de su oficina: retratos, informes, papeles, relojes, adornos, todo quedaba debidamente guardado y sellado, tal como si no hubiese regreso. Luego de dos horas de encierro, observó a su alrededor, su oficina estaba vacía y decidió echarle un último vistazo a lo que fue su hogar por cuatro años. 

Entre las cajas simulando un descuido, dejó la nota en sobre cerrado, tomó su maletín. Al salir se despidió efusivamente de algunos compañeros de los que ni siquiera conocía el nombre. Extrañados la observaron por unos minutos mientras se marchaba.

Stella avanzaba pensando en sus casi 28 años. Sin verdaderos amigos quizá por su falta de expresividad. Su altura quizá intimidaba a los hombres. Acomodó el cabello oscuro que acariciaba suavemente sus hombros. “Estoy harta de esta soledad. A nadie le importo”, se dijo.

Esa noche, al llegar a su apartamento, la recibieron los mismos de siempre: Leo y Zeus, sus dos labradores negros. Ahí también la esperaba la soledad, para sentarse junto a ella en el sofá y culparla por la vida que llevaba. No había risas en su hogar, ni besos ni caricias, tampoco recuerdos ni noches de canto, pero sabía que en Aruba se resolvería todo.

Dos días más tarde se encontró, de noche, viendo el techo de su habitación en la casa de playa, la brisa del mar entraba cálidamente por su ventana. Inmediatamente los recuerdos inundaron su mente. Su infancia, sus años en el internado, sus aventuras en la preparatoria, sus inicios en la universidad y el día que conoció aquellos ojos negros, esa piel color marfil y aquellos aires de trovador.

La boina desordenando aquella melena color miel… y una guitarra abrazando la espalda de Marcos. Todo lo demás, las salidas al café, los paseos por los jardines, los versos dedicados y sobre todo los besos robados había sido tan poco y tanto al mismo tiempo. Un verano a su lado y así como llegó también se marchó, dejó una nota de despedida y se llevó todo, incluso las sonrisas, los sueños y la chispa de Stella. Desde entonces le parecía que todo lo que emprendía carecía de sentido.

Regresando en sí, se puso en pie en la habitación y caminó pausadamente hasta el balcón de la habitación, donde cada verano había observado el ocaso. Amaba ver el horizonte. Esta noche no fijó su vista en el cielo estrellado, ni prestó atención a la luna, clavó su mirada en el despeñadero, viendo cómo las olas rompían con fuerza entre las rocas. Siempre había sido cuidadosa al acercarse al balcón, pero esta vez recogió su camisón blanco, se sujetó de la pared y puso sus pies en el borde, cerró sus ojos, titubeó y tuvo miedo. 

Sorprendida miró nuevamente lo que sería su tumba, tenía que saltar, su vida acabaría ese día, ese era plan, pero ¿por qué su cuerpo no obedecía? Necesitaba la complicidad de la oscuridad para poder ejecutarlo. Entonces la blanca luz de la luna de pronto se transformó en una enorme linterna con la que alguien, un desconocido, la vigilaba desde alguna y de todas partes. Lo que estaba a punto de hacer estaba siendo vigilado.

Esa invasión a su privacidad le encendió una llamita. Avanzó algo, estiró el pie y sintió las rocas. Pero poco a poco las ganas de vivir se apoderaron de ella, le vinieron nuevamente los deseos de ver más atardeceres, de sentir la arena entre sus pies, de jugar con el viento, de visitar a sus padres y sobre todo, volver para desempacar las cajas de su oficina, luego, sentir el frío de Toronto y por último, romper la carta que hace dos días había dejado en un sobre sellado. Pero las rocas empezaron a desmoronarse entre las blancas plantas de sus pies.

0 comentarios:

Publicar un comentario

También en...

Datos personales