Cuando la solución es irse

domingo, 6 de abril de 2014



Ya pasaron dos años. Cuando fuiste una vez migrante las huellas perduran. Salud. 
 
Cristhian Ruiz

“¿Ya se durmió? ¿Lloró? ¿Se terminó la pacha? –una pausa- ¿Y el papá ya llegó? Nosotros estamos saliendo de Managua, estamos por la, la, la rotonda donde está una virgen grande. Acérquelo al teléfono. Cosito, cosito, te quiero mucho. Dormite por favor, no llorés, hacele caso a la abuelita cosito”.

Así se despidió Blanca Lucelia, una madre de 17 años, quien decidió dejar su país y a su hijo de 22 meses. Lleva seis meses sin trabajo y prestó cuatrocientos dólares a un familiar para irse en una excursión a Panamá, donde una tía le prometió trabajo como doméstica.  

La acompaño. Estoy desempleado y allá me espera un primo, con quien buscaré trabajo. Compartimos dos asientos en la mitad del autobús. Me pidió el lugar cerca de la ventana y accedí.

Luego de esperar seis horas para abordar, en un barrio oriental de Managua, el vehículo está en marcha y dejamos la capital roja como una ciudad de Venus, en un atardecer de noviembre de 2012. Dos horas necesitó el conductor para llegar a Peñas Blancas, en la frontera sur con Costa Rica. Hasta ese punto, esta madre aventurera pudo llamar por su celular para tener noticias de su hijo.
 
Es media noche, su madre cuida al niño, pero ya se durmió y no contesta. Blanca Lucelia tiene descargado el celular. En delante la comunicación es cero.   

“Bueno, a ver hasta cuándo vuelvo a saber de él”, me avisa inesperadamente mientras mira fijamente el cielo de una madrugada fría cuando ya circulamos en la panamericana tica. Se duerme.
La joven de mirada balística, color miel y con tercer año de secundaria aprobado estuvo ya en Costa Rica. Trabajó como doméstica un año, pero los precios altos y los salarios estáticos la empujaron a regresar a Nicaragua, no consiguió empleo y ahora se dirige al país canalero.  

Ocho de la mañana. En la frontera tica con Panamá la visitan los nervios. En pláticas previas a su salida, en su natal Tipitapa, le han dicho que a nicaragüenses como ella las secuestran y las tienen en prostíbulos, sin comer, encerradas, a cambio de no tener problemas con migración.  
  
“Tengo miedo, dicen que aquí te bajan el cielo a la Tierra”, comenta mientras aprieta su pasaporte contra su pecho. Pasamos al área donde se marca el sello migratorio de ingreso a su destino.

Todos los viajantes, incluso mi compañera de asiento cruzan miradas a un paso de entrar a Paso Canoas, un sitio del cual se comentó todo el trayecto con tintes de fin de la travesía. Para Blanca Lucelia llegan nuevos pergaminos para escribir su historia. 

En el punto donde tiene sus pies se deben reportar quinientos dólares de solvencia económica y así ingresar al país canalero legalmente, es decir, como turista. Blanca Lucelia no lo es, lleva la disposición de servir en una casa por cuatrocientos dólares al mes y con “dormida adentro”. 

No es la única. Más de la mitad de la excursión la compone un grupo de mujeres ansiosas de ganar dinero. Las edades se pueden asignar con facilidad y la juventud prevalece en el grupo. No todas son madres, pero todas quieren ser domésticas.

Si los agentes de migración descubren a Blanca Lucelia todo acabó. Debe mostrar tranquilidad, pero no puede. Ríe, ríe, ríe, no para de reír. Exponer sus propósitos significaría perder los cinco billetes de cien dólares alquilados por el jefe de la excursión, además de una prohibición temporal para entrar a Panamá.

Si pierde el dinero se queda sola, lejos de su tierra. Debe concentrarse antes de hacer la fila, donde la abordarán sobre el motivo de su viaje. Tiene su mirada clavada en el suelo. Avanzamos en intervalos de cinco minutos. Un hombre se acerca.

- ¿Eres nica? Preguntó en tono caribeño aquel desconocido.

- Sí ¿cómo lo sabe? 

- Es que en este país las mujeres no tienen ojos tan hermosos. Si aceptas yo me caso contigo ahora mismo.

-No gracias, fue la respuesta automática de una nica, compañera de un joven a miles de kilómetros, quien le prometió su llegada a Panamá veinte días después.

Está cerca de la ventanilla de registro, a un brazo de distancia para saber la verdad. El hombre de la sorpresa anterior se desplazó varios metros con otros sujetos, quienes hablan en voz baja sin dejar de verla. Ella se percata, pero escucha su llamado para el  chequeo.

Empieza una conversación con el hombre detrás del vidrio. Blanca Lucelia hace gestos de aprobación, luego toma su billetera, saca los cinco billetes, los sube a la altura del hombro y los sacude. El hombre al otro lado asienta, luego le pide ver hacia una cámara.

“Bienvenida a Panamá”, dice el chequeador. Blanca Lucelia sonríe y vuelve al autobús. Ya es medio día y estamos listos para internamos en el país donde ganaríamos cientos de dólares. Llueve mucho. Mi compañera de viaje duerme y le acompaño en esa tarea.


Cinco horas después despierta para examinar el camino por donde avanzamos ya en territorio panameño. Seguía con sus ojos dorados a cada persona en el camino. Lo hizo ininterrumpidamente hasta su decisión de valorar la plática con el desconocido en la frontera.

“¡Qué chistoso! En todo el camino encontré lo que no vine a buscar. Tengo números de cinco enamorados, mirá, y de trabajo nadie me habla”, reclama en voz alta al mismo tiempo que decía no sin abrir la boca.

Blanca Lucelia no tiene temores. Dejaron de aparecer propuestas de matrimonio y a las seis de la tarde llega la pregunta esperada.

- Aquí ¿quiénes están interesadas en trabajar como domésticas? Levanten la mano, indicó Alicia, dueña de la excursión.

- Aquí, aquí, respondió Blanca Lucelia, quien no solo levantó la mano, se puso en pie. Sabe que es de estatura baja y necesita la vean.

- A ver ojitos bonitos ¿cómo te llamás?

- Blanca Lucelia.

- ¿Adónde vas?

- Al hotel Standfor.

- No, me refiero a la ciudad donde vas.

- Ah, voy a Colón.

- Bueno, estate pendiente, porque tenemos ahí un conecte ¿tenés número?

- No.

- Conseguí uno entonces.

Me vio, sonrió, miró la llanura que se diluía en la oscuridad y con esfuerzo articuló la siguiente frase: “voy a llamar a Nicaragua”.

Aquella imagen fue la última de nuestro viaje. Yo llegaba antes a mi destino. Una semana después me envió una solicitud para ser “mi amiga” en facebook. Aparecía sonriente en una cocina. Ya tenía trabajo.

 Al fin empleado
Arraiján era la ciudad donde esperaban por mí, donde además tendía un espacio pequeño en un apartamento. Tiré al suelo la cama inflable y empecé idear las maneras de conseguir un empleo. Por un momento me creí en Nicaragua.

Las noches son ruidosas y sepias en una ciudad ubicada a diez minutos de Ciudad de Panamá. Las rondas policiales son permanentes, porque comentaba el vecindario “los chacales –delincuentes- no descansan en Arraiján”. 

A los vecinos les pregunté si necesitaban un obrero. Fueron muchas veces, pero las respuestas  no fueron positivas durante dos noches. Era el único momento donde estaban las personas empleadas en sus casas. Faltaban pocas horas y debieron salir muchas lágrimas para ver la fortuna llegar. 

Esperé tres días antes de conseguir un empleo como constructor de torres móviles para la empresa de telecomunicaciones Digicell. A las siete de la mañana de mi tercer día llegué a un predio donde los restos de varias antenas de telefonía celular estaban dispersos. Una suerte de cementerio para exoesqueletos metálicos. 

Debía buscar a un colombiano llamado Armando, quien contrata a obreros para “trabajos duros” en Panamá. El contacto con él lo conseguí en una de las conversaciones que tuvimos todos en las fronteras sin preguntarnos nuestros nombres.

Armando tenía fama de ayudar a quien se lo pidiera a cambio de no abandonarlo en sus labores. Es costeño, aparentemente inmune a los rayos del sol y me expuso sin tapujos el trabajo que realizaría. 

Enviar los restos de aquellas antenas a una bodega cerca del centro de Ciudad de Panamá era mi primera labor. Piezas metálicas de hasta quinientas libras cada una debían marcharse luego que varios brazos humanos las ubicaran en una rastra. 

Alguien coordinaba a gritos y cantos. Era el Viejo Saolo, mi compañero de trabajo en los próximos treinta días. Salsero, colombiano, mujeriego, guajiro, ebrio y aventurero, de aquellos verdaderos sí, con más historias que glóbulos rojos. Me llamaba Viejo Cristhian.

Llegó a Panamá en un barco hace 22 años. Sabía cada maña y trampa de un trabajo que nunca realicé, el cual aprendí gracias a sus instrucciones. Me mostraría también por qué antes de migrar muchas personas te hablan de riesgos.

“Oiga Viejo Cristhian, el domingo -8 de diciembre- es día de las madres acá, pero el jefe dijo que le entráramos a esta vaina paisano. Le darán sus extras ¿viene o qué? Va estar el Viejo Coco, Ricardo y el otro nica”, indicó con sus dos manos puestas en la cintura.

Acepté sin pensarlo, ni pensaba también lo que se venía.

Desperté como ya lo hacía hace dos semanas, a las tres de la mañana. Era domingo de extras y debía estar a las siete de la mañana en la Transísmica, entre Galores y Raenco. Debíamos terminar el trabajo. Todo ocurría con normalidad. 

Se trata de una zona industrial en la salida de la capital hacia el Caribe, donde están ubicados almacenes, ferreterías, bares y restaurantes de pollo frito. Comprende alrededor de diez kilómetros en línea recta donde los temblores eran comunes gracias a las recién iniciadas perforaciones subterráneas para el metro. Nada detenía nuestras labores. 

Dos de la tarde y teníamos cargada la última mula, así le llaman a las rastras, furgones, camiones. Fin de semana y estábamos cansados. El Viejo Saolo dijo que compraría las primeras seis cervezas con la condición de que “Coco”, quien es panameño y yo compráramos los doce restantes. Serían cinco dólares cada uno. Empezamos

A pesar de saber que esa cantidad significaba un aporte a la comida de la próxima semana, no dudé en usarlos. Calculé que de los cuarenta conseguidos ese domingo solo extraería esa cantidad. Además, el trabajo estaría por tiempo indefinido. Encontré descanso en la propuesta del Viejo Saolo.

A las cuatro y media de la tarde era un obrero migrante ebrio, en camino a tomar el Metrobus a un lugar llamado Villa España, donde es prohibido circular en ese estado, porque se trata de una avenida exclusiva.
En esa tarde nadie sabe cómo estoy. Llegué a la parada y abordé el vehículo cuya temperatura  estaba baja por el aire acondicionado. Me siento y de inmediato tengo la sensación de estar en un helicóptero, el cual acaba de perder su hélice mayor.

Voy en camino a Albrook, la terminal central de Panamá, donde abordaría un “Diablo rojo”, un vagón con llantas que viaja cada quince minutos hacia Arraiján, con música salsa a volumen de discoteque.

Ya en la bahía de abordaje siento ganas inmensas de vomitar. Entro al autobús tropical. Quiero la ventana, el viento disiparía las náuseas, pero sucede lo contrario. Salí rápido, vi hacia los lados y me acerqué a una columna para vomitar. Me senté en la cuneta.

Acabo de sentir alivio cuando entonces veo a un guardia de seguridad que se dirige hacia mí. Vomito nuevamente. Ya está a mi lado. Empieza a mover la cabeza en signo de negación. A mi mente llegaban las pláticas sobre gente deportada por esto. 

- ¿Va pa’lante? Pregunta.

- Digo sí, con una voz arada y baja.

- Tome el autobús ¿pa’ dónde va?

- Arraiján.

 - Ta bien, dijo para marcharse.

¿Por qué aquel guardia no me pidió mi identificación? Siempre lo hacen ¿por qué no me detuvo? Tenía lo suficiente para proceder. Nunca lo sabré, pero si algo tengo claro es que solo esperaría ocho días para pagar mi error.

Madrugar para un arresto 

La condición de migrante, quien trabaja sin permiso del Estado se encargó de acercarme a las leyes en mi cuarto lunes en Panamá. Estaba afeitado, mis músculos ya estaban acostumbrados al trabajo de obrero y al despertar temprano para tomar dos buses y llegar al trabajo después de hora y media de viaje. El mejor inicio de semana desde mi arribo.

Misión nueva. Instalar una móvil en Clayton, área exclusiva donde entonces estaba la Embajada de Estados Unidos y donde también disfrutaba los despegues de  jets privados panameños.

Sin embargo, el punto de reunión sería en Calidonia, el barrio más peligroso del país. Ahí estaba el taller donde nos daban palas, barras, picos, martillos, alicates, baldes, etc.

El jefe no llegaba y Norlan, un compañero nicaragüense llegaba para proponer una visita al apartamento del Viejo Saolo, ubicado a una cuadra en otro taller. Nos recibió, hablamos, reímos y vimos cómo la policía militarizada de Panamá entraba a las casas y apartamentos cercanos. Eran a las seis y treinta de la mañana.

“Es allanamiento, esto está caliente desde anoche, sino mire allá”, indicó el Viejo Saolo para mover mis ojos hacia la patrulla en la esquina frente a nosotros al tiempo que su celular sonaba y ahora decía “ya papa, nos vamos, ustedes se van pa’ llá, yo voy por mis vainas y los sigo”. 

Diez metros después de dejar aquel taller escucho la voz que me robó la tranquilidad.




- Deténgase, dijo un oficial de dos metros de altura, moreno y vestido en verde totalmente.

- Su identificación por favor.

-Sí oficial, tome mi pasaporte.

- Suba, vamos al cuartel a verificación, indicó luego de ver varias hojas del documento.

- Manos al cuello.

- Ta bien, ta’ bien.

Llegué esposado a un sector frente a la terminal Albrook, al aire libre. Me acompañaban varios hombres uniformados, sin camisas, tatuados, de cualquier manera, con caras de desvelo, sin bañarse, de todo.

Hasta entonces la sensación de esposas en mis manos se albergaba en algunos pasajes de mi imaginación. La cárcel la tenía construida con imágenes mentales de películas y anécdotas. 

Me incorporé a una fila, pidieron desarmara mi celular y separara la batería. Pusieron en cinta adhesiva  mi nombre sobre el aparato y me enviaron a una celda improvisada con cualquier cantidad de sospechosos, quienes me vieron a coro y luego bajaron la mirada. 

Dos oficiales entraban ahora. Uno con pasa montañas, el otro con lentes oscuros  empezaron a interrogar a cada uno de los detenidos. El último se acercó y en tono agresivo empezó a preguntar quién era yo y advirtió estar ahí “para que recuerdes este día, porque si por mí fuera ya estuvieras encerrado”. 

- ¿Cuál es tu número de pasaporte? Preguntó.

- No sé.

- ¿Qué?

- No sé, sinceramente no lo recuerdo.

- Jajajajajaja ¿sabías que es delito estar en un país desconocido y no saber tu número de pasaporte? Quítate la camisa payaso.

El oficial procedió a fotografiarme sin camisa, de frente y de perfil. Luego indicó me moviera  hacia una esquina, donde estaba el encapuchado, quien no esperó para la segunda sesión fotográfica con el detenido.

- Mira, sostén esto te tomaré la foto, haré como que te la muestro y verás que la borro, dijo en tono confidente sin mostrar sus ojos.

- Ta bien. 

- De frente.

Me había entregado una pequeña pizarra blanca con un código inscrito.

- Ahora de perfil.

Después de esa foto me abordó.

- ¿De dónde eres?

- Nicaragua.

- Conozco Nicaragua, dijo al tiempo que mostraba su mirada por primera vez.

- Estuve en Managua en un encuentro de karate en un hotel que es una pirámide.

- Ah, en Plaza Inter.

- Tranquilo, los llevarán a verificación y luego los sueltan.

Así fue. Entramos en una celda hermética, donde cada hora llegaba un oficial, miraba al grupo, empezaba a señalar y llevaba a los elegidos a un cuarto de interrogación. La sensación de no saber cuándo se recobra la libertad, en un lugar donde nadie te conoce, obliga a reconsiderar muchas veces la determinación de haber migrado.

Recordaba que mucha gente me pidió no irme de Nicaragua. Llegaron a mi mente preguntas como ¿qué pensarían todos al verme con esposas en un cuartel? ¿Sabrá mi familia que necesito me traigan comida? ¿Será que pueda conseguir un cigarro aquí? Quería respuestas.  

Empecé a ver hacia los lados con intención de capturar la mirada de alguien en la reja y preguntar si ya estuvieron antes y cómo es el procedimiento. Anhelaba conocer mi final. Todos trazaban con ayuda de sus ojos miles de ideas en el suelo.  Nadie habló. 

Es medio día, tengo hambre y necesito saber qué sigue. Me llaman. Entro a un cuarto frío donde están dos oficiales sentados y listos para interrogarme. 

- Nombre de los padres.

- Respondí.

- ¿De dónde es?

- Nicaragua.

- Déjalo. Es un nicaragüense más que viene a trabajar. No anda mal.

- ¿Cómo se llaman los que gobiernan Nicaragua? ¿Sandinistas?

- Así es.

- Ese man es malo, aquí nadie lo quiere.

- ¿Qué dice usted? 

- Me da igual, mire dónde estoy.

- Lo sé, lo sé. Ta listo, espere afuera.

Las preguntas y comentarios llegaron de ambos y por los temblores en mi cuerpo a causa del frío no recuerdo sus nombres. Estaba sin camisa con el aire acondicionado de frente. Salí. Hora y media después me esposaron nuevamente y me llevaron a firmar mi salida a la puerta de entrada del cuartel.

Vi cerca un “chino”, así llaman a las pulperías. Busqué una bebida y le pregunté a una joven, quien esperaba la salida de alguien, dónde estaba parado. “En Curundú”, respondió.

A dos cuadras de donde la patrulla me arrestó estaba con una bebida sabor a fresa y con ganas de regresar a Nicaragua, pero la llamada de mi jefe a minutos de unir mi celular nuevamente desplazó esos pensamientos. Una hora después cavaba un agujero de 80 cm2.

Todo transcurrió tranquilamente durante tres semanas más y desde entonces no sé algo de Blanca Lucelia. Dicen que el Viejo Coco asesinó a alguien y huyó. Norlan compró los zapatos que vio en un centro comercial y el Viejo Saolo de vez en cuando me pide regresar a través de facebook.

Gané muchos dólares, escalé una torre de 40 metros de altura y regresé a Nicaragua con el sabor de una sociedad en la cual se trabaja arduamente para disfrutar cada fin de semana y en pocas horas algunos dólares. Es norma general en Panamá.



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