Desde el primer contacto con el teatro supe que lo
único por lo cual no escribía sobre este arte era ausencia de fotos. Ahora con
la asistencia a diversas obras, sea en una sala, auditorio, bar o parque decidí
sentarme, rescatar recuerdos, recordar diálogos, escribir.
La fascinación por las actuaciones de actores y
actrices siempre me ha sido opacada por la incertidumbre en los rostros de
menores, jóvenes o adultos tras cada acto. Siempre asisten guiados por la
curiosidad de saber quiénes provocan tanto ruido o aplausos en su entorno.
Muchos de estos asistentes comentan a grandes voces
las frases, ademanes y gritos que no entenderán por mucho tiempo. Otros, con la
vista clavada en los andenes de su regreso llevan la larva de la duda, mientras
los últimos, los pocos, empiezan el examen de sus actos.
Para mi mala fortuna aún encuentro rostros
ruborizados por la temática de la obra, esa misma que a menudo las gentes
adultas protagonistas de las caras coloradas, comentan cuando las ven en la televisión
o en algún medio de comunicación.
Como la ocasión en que una joven tuitera protagonizó
junto a su reparto a la mujer. Sí, la mujer protegida por el escudo de la ya
adolescente liberación sensual, contra los designios de una divina providencia
sexista. Con un auditorio conservador aquellas escenas significarían el
equivalente a una herejía.
He tenido
suerte
Se acercaba la hora de irme. Esperé ese jueves como
ninguno antes. De pronto se tornó húmedo, caluroso y por último lluvioso. La
cita sería en el teatro Justo Rufino Garay y la velada de improvisa teatro café
había creado más expectativas en mí que una bolsa para regalos sellada.
La barra estaba literalmente embotellada, el humo se
mezclaba con la oscuridad y ocultaba los rostros en las mesas. Un actor
conocido lee un libro, las cervezas, sangrías y gaseosas flotaban y se
escabullían entre las luces multicolores y ariscas
.
Todas las imágenes creadas en mi mente luego de leer
la descripción de la actividad se cumplían. La angustia por saber cuándo
iniciaría o cómo roseaba con escalofríos mis entrañas.
De pronto, y sin tener tiempo para respuestas
aparecían dos luces azules en la entrada que da hacía la sala mayor. No, no se
trataba de la primera obra improvisada por los alumnos de la escuela con el
mismo nombre. Aparecía una banda alternativa sacada quién sabe dónde, pero con
letras y sonidos contagiosos. Fueron tres canciones.
Ahora sí. Un faro inquieto iluminaba la cabellera
corta de una señora notoriamente maquillada, con vestido ajustado, labios rojos.
Atractiva.
Sus ademanes y requisas en el espejo portátil
anunciaban o provocaban la llegada de alguien.
Aparecía entonces un joven de tez morena, vista
saltarina y con rostro de indecisión cada que miraba a la cincuentona sentada
en una mesa magnética. Se acercó, se sentó, inició la conversación.
Para entonces, todo el auditorio, Carlos el del bar
y los lentes de las cámaras apuntaban a la mesa.
La conversación siguió sin inmutarse desde el
inicio. Llegaron los diálogos graciosos y realizados con la seriedad debida. El
climax llegaba cuando en los dimes y diré se colaba la coyuntura nacional.
Aquella pretensión de sexo sin compromiso que empujó
al joven se esfumaba al notar su desconocimiento sobre la situación del país. A
eso agregarle el gesto facial hecho por la señora como para decir entre líneas:
con alguien así no llego ni al taxi.
Volvía otra interpretación de la banda y la luz
inquieta se movía de lugar. Esta vez cerca de la barra, cerca de mí y mi
cámara.
Dos caras
Llegaban los amigos de la muchacha en la mesa. Al
mismo tiempo las cervezas. La conversación sobre juegos sexuales y ahora la
amiga presuntamente moderan, quien no se negaba a cada oferta o preposición.
Los dos muchachos llevaban veinte minutos cambiando
cada cinco las botellas del licor y enviando indirectas para llevarse a la cama
a la recién llegada. Luego de media hora de resistencia, la chica toma la
cerveza a toda velocidad, acude a gritos y sube en la mesa tomada por el
descontrol.
La audiencia correspondió su buena actuación al expresar
su sorpresa ante los movimientos locos subidos de tono y de pronto.
Su amiga intentaba controlar la euforia, los jóvenes
no sabían si detenerla o esperar el momento oportuno.
Entraba en escena la señora de la obra anterior, con
menos maquillaje y menos magnetismo. Preguntaba por su hija, quien estaba en
clases, pero había alargado la tarea con sus amigas. Preguntaba en un bar por
su muchacha ¿en un bar? De pronto vio en la mesa de la esquina a su hija con
ojos de susto.
Su hija la vio, se detuvo, bajó y se echó a llorar
culpando a los presentes por su embriaguez. La madre accedió, inició la condena
a los amigos de su hija y juró que protegería a la engañada de personas como
ellos, como ella, la amiga protectora y quien le instaba a bajarse e irse a su
casa. Sí, protección materna.
El auditorio comentaba con muchos movimientos de
cabeza verticales y meñiques dirigidos a la señora protectora.
Cultura
Fue la bandera defendida por los menores integrantes
de un reparto llegado de Tipitapa al Parque Las Palmas para protagonizar la
primera edición del Festival de Teatro Ranacuajo.
Las niñas junto a sus compañeros actuaron algunos de
los cuentos ya conocidos en los canales saturados de caricaturas y cuentos de
hadas. Ese paso de los libros para contar antes de dormir a la televisión no
impidió el asombro en los menores de la audiencia ante la puesta en escena de
“Los tres cerditos” ¿qué pasaría si aún se leyeran esos cuentos antes dormir?
Llegaban más pobladores del entorno. Así, la Escuela
de Circo de Managua iniciaba su función-demostración de acrobacia. Sus
protagonistas eran actores de la Escuela de Teatro Justo Rufino Garay.
No se trató de piruetas aéreas y listo. Le precedió
una escena sobre cuánto puede hacer el ser humano por alguien más. El resultado
visual fue grato. Ambos actores, acróbatas formaron un solo cuerpo sujetos a la
manta atada al palo de mango en medio del mismo parque.
Y llegaba…
Lo medular decía presente. Era la hora de educar a
la audiencia sobre problemas cotidianos, aunque el efecto en los presentes
llegara días después.
Dos actores de la misma escuela de teatro
protagonizarían una obra sobre violencia hacia la mujer, quien en este caso
estaba de mal humor porque su esposo no le correspondía una petición.
Sí, la presentación de los protagonistas contrastaba
con el contenido de la obra. Él, un hombre respetuoso, decente, nacido sin las
intenciones de lastimar a alguien. Nadie entendía de qué iba todo el montaje,
los diálogos porque su cónyuge, la esposa descontenta no le aceptaba ese
comportamiento intachable. Quería su corrupción, su perversión y estaba
dispuesta a ayudarle.
Luego de risas por pláticas chistosas y reclamos que
incomodaron al bien portado a la esposa le llegó la idea de ser golpeada. Sí,
un golpe del esposo –decía- le daría motivos para criticarlo frente a sus
amigas del club o quién sabe de dónde, porque ellas sí numeraban en cada
reunión los defectos de sus compañeros de vida. Les divertía.
Lo logró. No fue un golpe. La paliza trajo a la esposa
esa sonrisa que no había mostrado en toda la obra. Le mostró para finalizar su
satisfacción por el regalo al final. El rostro del esposo no regresaba del
asombro.
En media hora de actuación se expuso la dependencia
creada por algunas mujeres a la violencia ejercida por sus
esposos o familiares justificada por excusas tan débiles como la línea entre un
golpe y la muerte.
Nadie pudo decirle a la audiencia el contenido de la
obra porque oscurecía y algunos ya se marchaban. Como en esta ocasión, han
ocurrido otras y ocurrirán, porque el teatro es eso: una herramienta para
bofetear a la audiencia sutilmente. Abrirle los ojos con la cultura.
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