El
barrio Acahualinca es un asentamiento ubicado en el último lugar de una lista.
Hablo de aquellos lugares inseguros donde la municipalidad de Managua debe
trabajar para la garantía del disfrute de un sitio histórico.
Este rincón de la capital nicaragüense, con
calles trazadas de manera improvisada, colinda con un tope de cadáveres llamado
lago Xolotlán.
Aquel sábado de noviembre de 2013, cuando
cubría noticias en el Hospital Lenín Fonseca con Marvin Cuadra, compañero de
turno, recibimos el llamado de una fuente policial donde afirmaban la presencia
de un cadáver en la costa del Xolotlán.
Inmediatamente se envió un previo de última
hora. En las emisoras con noticieros de nota roja este es un ejercicio de
rigor. Estábamos en camino a las cercanías de la Planta de Tratamiento de
Aguas.
Luego de recorrer el laberinto llamado
Acahualinca y llegar a una calle sin pavimento, zanjas y charcos, una patrulla
nos orientó hacia un grupo de curiosos a los cuales no les importaba el hedor a
mierda y putrefacción.
Pasamos sobre una pila séptica para hablar
con un pescador de la zona. Este hombre cercano a los cincuenta años, barba con
canas, pantalón rizado hasta las rodillas y camisa abotonada a medias, narraba
por quinta vez su descubrimiento.
Los muchachos, todos
menores, lo rodeaban para oír su historia. A dos metros de él y como imagen de
fondo para su anécdota, flotaba boca abajo el cuerpo de un hombre, joven, tez
morena y de aproximadamente metro ochenta.
Muy temprano ese sábado, este pescador se
adentró al Xolotlán y mientras tomaba el rumbo de unas zarzas se topó con un
“bulto”.
“Yo pensé que era un lagarto, pero al ver
la ropa me alegré”, dijo.
Luego de su declaración, los jóvenes
escuchas le pidieron lo volteara para saber quién era. Un conocido quizás.
Procedió a arrastrarlo con un garrote. Antes cubrió su nariz con un pañuelo.
En instante el olor de la muerte se
esparció como una onda expansiva. Se podía sentir hasta el peso del hedor. Entre
tanto, todos los presentes hacíamos esfuerzo por reconocer el rostro del
hombre.
El cuerpo adoptó un volumen insólito. Tenía
el aspecto de un globo con forma de cuerpo humano. El pantalón cedió a la
hinchazón y las manos tenían mordeduras.
Marvin Cuadra envió la nota completa al
aire ya con algunos detalles. Sufrió una crisis de hipertensión minutos
después.
Al finalizar el reglamentario trabajo de
fotos en el hecho, decidí preguntar al pescador sobre su tranquila manera de
narrar el hallazgo.
“Mire, el jueves fue día de pago. Yo ya no
me extraño porque esos borrachitos que se toman el pago se van a los cauces y
vienen a dar aquí. No es la primera vez que veo uno”.
Aquella fue una semana lluviosa. Nos
retiramos con la indicación policial de que el cuerpo sería trasladado al
Instituto de Medicina Legal.
Con la rutina de un reportero cuya fuente
son los hospitales, al siguiente día había olvidado el evento. Luego lo retomé
en una conversación con Marvin Cuadra cuando estaba fuera de aquella emisora.
“Fijate fue reconocido un mes después. Se
trataba de un tomador consuetudinario que trabajaba en el Mercado Oriental”, me
comentó.
Resulta difícil entender cómo un cuerpo
puede recorrer tanta distancia sin vida. Además, el silencio de las noches
invernales en Managua se presta para estas hazañas de la muerte.
Hace dos noches terminé de leer varios
cuentos de Edgar Allan Poe. Entre ellos “Los asesinatos de la calle Morgue”.
Soy un lector insaciable de los libros de
aventura, pero este escritor estadounidense evoca cualquier cantidad de
memorias en un reportero que ha debido tener como fuente a la muerte.
Hablaré de Allan Poe en las próximas
entradas.
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